Había
una madre que siempre se quejaba de que su hijo arruinaba demasiados zapatos.
Un par de zapatos apenas le duraba unos meses.
Un
día se quejaba con otra madre y le decía:
—No
puedo aguantar ya a este muchacho; me hace gastar mucho dinero en zapatos.
—Dale
gracias a Dios de que tu hijo arruina zapatos —le respondió la dama.
—Y
el tuyo, ¿cuántos destruye al año?
—Mi
hijo no puede caminar, es paralítico para toda la vida —le respondió con voz
entrecortada.
¿Cómo
te sientes cuando a menudo escuchas esa monótona conversación quejumbrosa de
alguien con quien te relacionas? ¿Verdad que molesta? Yo conviví con ese tipo
de personas quejumbrosas en el colegio donde estudié. Una compañera de
dormitorio y de clase se la pasaba con la queja en la lengua. Fue tanto el
fastidio que nos ocasionaba que un día nos pusimos de acuerdo con las otras
compañeras para hacerle ver el problema y ayudarla. No pasó mucho tiempo hasta
que aprendió la lección. No fue fácil para ella quitarse ese mal hábito, pero
al final del año nos agradeció por haberla ayudado.
No
vale la pena quejarse a cada momento hasta de las insignificancias de la vida.
Recordemos que lo que hablamos se queda grabado en nuestra mente, y de tanto
repetirlo llegamos a creer que es verdad. Es así como una mentira adquiere
legitimidad en la vida de una quejumbrosa. Entonces comienza a vivir en un
mundo catastrófico, fatal e infortunado que ella misma ha fabricado. El nivel
de los sollozos aumenta cuando se encuentran con otras gemidoras que disfrutan
contando sus desgracias a los demás.
Yo, en cambio, te ofreceré sacrificios y
cánticos de gratitud. Cumpliré las promesas que te hice. ¡La salvación viene
del Señor! (Jonás 2: 9).
Busquemos
sabiduría en la Palabra de Dios y alabemos sus beneficios y bendiciones
recibidas. Mejor demos gracias por todo lo que él nos da.
Fuente: huellasdivinas.com
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