Proverbios 21:26 Hay
quien todo el día codicia; Pero el justo da, y no detiene su mano.
Todo era calma y silencio. Algunos perros ladraban, pero casi no
se oían sus ladridos por lo distantes que estaban. La luna se había ocultado
oportunamente detrás de una densa nube, dejando la casa totalmente a oscuras.
Calín, avezado y diestro ladrón de San Borja, distrito de Lima,
Perú, abrió la puerta con cuidado y se acercó sigilosamente al dinero. Eran
diez millones de soles. Guardó la fuerte suma en una bolsa, y corrió a su casa.
Ese fue su error, ya que ahí mismo, en su casa, su esposa descubrió uno de los
fajos, lo abrió y se dio cuenta de que eran billetes falsos, impresos en papel
común y corriente.
Avergonzado, humillado y aplastado por el engaño del que había
sido víctima, Calín se fue de la casa. Pero su esposa no tardó en denunciarlo a
la policía por ladrón y por abandono del hogar.
A muchas personas lo que le sucedió a Calín les ha de recordar
el refrán que dice: «La codicia rompe el saco.» Y es que según la teología
medieval, la codicia es uno de los siete pecados capitales que no se perdonan.
En definitiva, fue la codicia de poseer diez millones de soles lo que llevó a
Calín a la perdición.
¿Y qué es la codicia? Según el Diccionario de la Real Academia
Española, la codicia es el afán excesivo de riquezas. En sentido figurado, es
el deseo vehemente de algunas cosas buenas. Todos sabemos que es normal el
deseo de poseer cosas buenas. Pero la codicia es ese deseo convertido en
pasión, es decir, algo bueno llevado al extremo.
El deseo natural de poseer y conservar es legítimo. A él se debe
que nos esforcemos por tener comida, ropa, casa, auto, cónyuge e hijos. Es lo
que nos impulsa a hacer una carrera, a iniciar un negocio o a lanzar una nueva
empresa.
Los sanos deseos nos pueden llevar hasta a cruzar fronteras
lejos de nuestra tierra en busca de nuevos horizontes. Cuando los mantenemos
dentro de sus cauces, esos deseos de poseer pueden ser buenos y positivos,
señales de verdadero progreso. Pero cuando se vuelven pasiones desorbitadas que
nos dominan, cuando se hinchan como un tumor maligno y se extienden como un
cáncer y devoran lo mejor de nuestras fibras morales, esos deseos —los mismos
que arruinaron a Calín— nos pueden llevar a la perdición.
Contra el pecado capital de la codicia hay un solo antídoto. Es
Jesucristo, el Hijo de Dios, que representa todo lo contrario. Él es el
Desinterés en persona, la Generosidad en carne propia. El único deseo excesivo
que tuvo fue el de dar el todo por el todo para salvarnos de los deseos de
nuestra naturaleza pecaminosa. Cristo tomó nuestro pecado sobre sí en la cruz a
fin de librarnos de la esclavitud de ese pecado, incluso la codicia. Si le
entregamos todos nuestros deseos, tanto los malos como los buenos, Él hará lo
que nosotros, por nuestra propia cuenta, somos incapaces de hacer: disipará los
malos y hará que los buenos se cumplan de modo sobrenatural.
Eclesiastés 5:10 El
que ama el dinero, no se saciará de dinero; y el que ama el mucho tener, no
sacará fruto. También esto es vanidad. 5:11 Cuando aumentan los
bienes, también aumentan los que los consumen. ¿Qué bien, pues, tendrá su
dueño, sino verlos con sus ojosí
por Carlos Rey de conciencia.net
Publicar un comentario